Cuando desperté, había vuelto a atravesar el valle que separa a los vivos de los muertos. Ya no estaba enferma la casa de mi morada. No sé cuanto tiempo estuve en el lugar de los muertos, lo que si sé, es que reconocí al instante el sonido de aquella voz llamando por mi nombre.
La misma voz que por buenos tiempos me había hecho reír a carcajadas, pues era acompañada por un humor divino. Aquella voz que con enseñanzas y consejos le había dado sentido y dirección a mi vida.
Había sido siempre el invitado especial en casa. Aunque en realidad pasó a ser no solo un invitado, sino parte de la familia. Nos hizo saber que la pasaba muy bien, que se sentía como en su casa. Al menos eso era lo que él decía; yo diría que su presencia hacía que nos sintiéramos como en la suya.
Mi muerte había sido causada por una enfermedad. Durante el tiempo en que esa enfermedad de muerte tomaba posesión de mi cuerpo, su voz no fue oída. Para ese tiempo hubiese sido de gran consuelo contar con su presencia, tanto para mí, como para los de casa. Pasaron muchas cosas por mi mente…
Pero aquel día, el día en que desperté de entre los muertos, el día en que volví a escuchar su voz; el día en que ÉL me llamó por mi nombre después de haber llorado frente a mi tumba; ese día pude entender cosas que aún no había comprendido.