Recuerdos del olivar

A la altura del cielo raso se ocultaba la defensa; se aseguró de que estuviese cargada y, como si supiera a quién, se dispuso a salir de cacería. Sordo de ira, no detuvo su propósito a pesar de los desaforados gritos de su mujer. Fue por aquello de las flores entregadas en la puerta; lo que también revivió el añejo recuerdo a su mujer de aquella preciada práctica que Eliá Bolívar desde hace mucho había abandonado.

—¿¡Quién te ha enviado esas flores!? —fueron sus únicas palabras, murmuradas con disgusto, desde que llegó hasta después de salir por la puerta trasera de aquella cabaña ya gastada por los muchos años de atestiguar la decadencia de su matrimonio.

Una pistola sin nombre bajo el brazo, la frente arrugada por el peso de las maquinaciones y por una vida descuidada. Con cada paso se le presentaba un recuerdo tras otro que le hacía ignorar por completo el mal tiempo: las gotas de lluvia golpeaban con fuerza su endurecido rostro y los relámpagos le iban mostrando un atisbo intermitente del camino.

Mientras continuaba su trayecto, respirando amenazas y muerte contra un tal fulano que por varias ocasiones había sido sorprendido rondando de manera sospechosa los alrededores de su territorio y hostigando a las mujeres de por allí, insinuando hallar ocasión con alguna de ellas, se preguntaba al mismo tiempo si ese ardor en el pecho, avivado cada vez más por el intenso ritmo en su respiración, era producido por amor, o era pura expresión del ego: esa profunda necesidad por respeto que abruma el alma del hombre.

¿Hacía cuánto no apartaba un tiempo para dialogar con su mujer, para escucharla, para sentirla? ¿Desde cuándo no recolectaba algunas flores, pequeño detalle capaz de traer alegría al corazón de su amada? A pesar de esa tormenta de preguntas y sentimientos encontrados, no hizo ni el más mínimo intento de detenerse en el camino hasta consumar lo antes pensado.

¡Bendito aquel pedazo de tronco que frenó de golpe su locura y lo mantuvo inconsciente por varias horas! Suficiente tiempo para revivir en sueños sus días más felices junto a su amada en aquel olivar, hace más o menos unos 30 años. Le pareció viajar de regreso a la época en que ambos eran muy jóvenes y apenas se enteraban de su común afición en asuntos de cultivos y de flores; de letras y de música.

No vivía tan lejos el uno del otro, aun así, no hubo ocasión de encuentro sino hasta el momento de aquel evento de oleoturismo al que fueron invitados. Durante los primeros años de estar juntos se recordaban siempre, entre risas, sus primeras miradas, y de cómo luego adoptaron el buen uso del aceite de oliva: a ella le fascinaba verter de ese oro líquido sobre cada posible plato de comida.

Aunque volvieron al olivar en varias ocasiones, la vez de su primer encuentro marcó sus vidas y dio inicio a su relación. Ella estaba hermosamente sentada, adornada por un quieto mar de orgullosos olivos. Sus manos y su mirada estaban ocupadas con un libro que, a la distancia, la cual cada vez más se acortaba, Eliá Bolívar intentaba identificar. Él la había admirado mientras caminaba por el hotel, pero no se imaginaba encontrarla en el olivar; y aunque se sintió como depredador y presa, se tomó el atrevimiento de acecharla esta vez. Estando ya bastante cerca, y como mirando a lo lejos, comenzó a citar con ligera pasión como recitando una poesía:

—Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano…—, y como a ella le encantaba ese capítulo, y lo había releído y remarcado, no hizo reparo en continuar la cita interrumpiéndolo:

— …como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar.

Ese día intercambiaron algunas palabras y miradas entre balbuceos y mejillas rosadas, acompañados de una indudable muestra de interés. Él no cesaba de citar versos inspirados por la presencia de esa flor de juventud que había estremecido sus entrañas como ninguna otra. No era chica coqueta, pero no pudo resistirse ante él y estalló de simpática. Se mordía los labios de vez en cuando para contener un poco la emoción al escucharle recitar esos encantadores versos, que después se enteraría ella que muchos de aquellos versos eran de su autoría.

En el segundo día de su estadía en el hotel Parador de Jaén, en el Castillo de Santa Catalina, ambos se anduvieron buscando con un desespero disimulado, siendo difícil saber esta vez cuál de ellos era la presa. Su encuentro fue tan repentino que temblaron del susto; como quien anda buscando que algo suceda, pero de todas maneras le toma por sorpresa. ¿Acaso él se mostró muy apresurado? En sus manos sudorosas llevaba un sencillo ramo de flores. ¿Cómo iba a dejar pasar esa oportunidad encerrada, a su parecer en un inquietante límite de tiempo? ¿Habría la posibilidad de que se encontraran en otro lugar después de esos días en el olivar?

Él pensó tantas cosas y se hizo tantas preguntas, hasta que se hartó y tomó la decisión de invalidar el uso de la razón y darle rienda suelta al corazón; lanzarse a la deriva sin temor al extravío. El amor, a fin de cuentas (decía él), ha tocado a mi puerta; voy a abrirle de par en par.

Ella llevaría en su recuerdo el extraño palpitar que le provocaron esas primeras flores; y ese aroma que quedó grabado en su ser como un vivo recuerdo. Los reviviría luego al repetirse tal acción amorosa; tan llena de significado para una encantadora y sencilla mujer como ella.

Apenas comenzaba el final del envero (principios del otoño) y aprovecharon la oportunidad de ir junto al grupo de obreros a recolectar algunas aceitunas. ¡Cómo olvidar esos días en Jaén! Bien conocido como un lugar en el que la tierra es un tapiz de olivos y el tiempo parece detenerse; un olivar de crestas plateadas, de fruto generoso; símbolo de paz y de concordia.

Y no sólo el lugar fue para él una experiencia inolvidable, sino también la dulce compañía que, ahora, lo tomaba del brazo como queriendo permanecer tan cerca de él; como queriendo quererle tanto, pero cuidándose un poco de no ir muy deprisa. Desde sus primeros momentos juntos fue como ese profundo sentir de: “Siento que te conozco de toda la vida”. Fueron descubriendo muchas cosas en común y con el tiempo muchas diferencias. Se refugiaron cada uno en los encantos del otro, pasando por alto, con muy poco esfuerzo en sus principios, las cosas negativas. Le pareció tan favorable el momento justo en que los obreros sacudían el olivar, pues ella, tal vez por pura reacción, se refugiaba entre sus brazos, mostrando sentirse protegida.

El recuerdo de la experiencia en la almazara, mirando de cerca cómo son prensadas y procesadas las aceitunas, le venía de vez en cuando. La mayor parte del tiempo revivía esos recuerdos durante los días en que las dificultades en su relación matrimonial comenzaron a remover poco a poco el velo creado por sus falsas e insalubres expectativas acerca del matrimonio.

—Lo que he podido entender —diría luego— es que amar de verdad, es amar con lo que queda de ti después de que el molino de la vida te exprime una y otra vez como a una aceituna; y, por cierto, tu respuesta en medio del proceso es determinante para el resultado.

Fue ocasión de muchas reflexiones la experiencia en el trujal. Después se fue dando cuenta de que había reaccionado de manera negativa delante de muchas dificultades de la vida, no confrontó muchas de las situaciones que afectaban, directa o indirectamente, su matrimonio.

Y esto había causado que se acumulara todo tipo de escombros, los cuales fueron deteniendo el fluir de genuinos actos de amor en la relación con su esposa. Su corazón se endureció de tal modo que quedó visible muy poco de quién era él hace un tiempo atrás.

Pero Dios, que bien conocía su necesidad, pues aquel árbol que prestó su tronco le proporcionó descanso casi obligatorio. Y luego aquellos recuerdos funcionaron como prensa de aceitunas y terminaron de quebrantar ese corazón endurecido, hasta hacer brotar aceite de lo profundo de su ser.

Eliá Bolívar abrió sus ojos, y tan pronto se hizo consciente, observó con la ternura de antes a su mujer; sentada a la derecha de la cama de hospital.

Ella lo miró, y con sus ojos algo humedecidos, le dijo:

—Mi amor, ¿recuerdas cuando nos conocimos?… Las flores que viste en casa son flores del olivar. Junto a ellas estaba esta invitación; las enviaron para ti. ¿Te gustaría revivir algunos bellos recuerdos de nuestras primeras expresiones de amor?

3 comentarios sobre “Recuerdos del olivar

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