Miro a mi alrededor y veo a unas siete personas, conmigo ocho. La verdad es que me tomaría algún tiempo dándote descripciones si es que estuvieran haciendo algo que me permitiera distinguir entre ellos; se parecen tanto, todos ellos se parecen demasiado. Y yo, como lo que tenía a la mano para poner esto por escrito era el teléfono inteligente, me di cuenta de que comencé a parecerme a todos ellos. Estábamos todos juntos como una manada, pero cada quien en su pequeño cubo de cristal.
Mi periferia era algo así como un asunto en estado crítico de personas sentadas tan cerca, pero a la vez tan distantes; tan individualmente juntos.
Ya cansado, puse mi teléfono a un lado y me detuve a mirarlos por un buen rato. De repente, todos comenzaron a mirarme con cara de hambre; habían sido alimentados por un contenido extraño capaz de inducirle apetitos cada vez más desordenados. Un insaciable contenido que les obligaba a desplazar el dedo pulgar incansablemente. Se fueron acercando, tropezando entre ellos y con las sillas que los distanciaban de mí. Les dejé saber que yo era uno de ellos, pero no obtuve resultado alguno.
La baba les recorría por el cuello y sacaban la lengua haciendo espantosas muecas interpretando los (estúpidos) «memes» que habían visto y leído. Tuve que dejar de escribir porque uno de ellos puso una mano sobre mi espalda que estaba empapada de sudor por un pánico desconocido; era un compañero de trabajo anunciándome el final de la media hora de almuerzo.
Parte de este escrito es tomado de mi asombroso diario de un escritor aficionado Entrada de diario (de un escritor aficionado) #3