Cuando llegó Claudia, que había salido a comprar algunas cosas que íbamos a necesitar durante los días que estuviéramos allí, yo había estado pensando en cómo había ocurrido todo. Ella había insistido en que compartiéramos la habitación del hotel, y yo estuve de acuerdo. Nunca fuimos gente de mantener discusiones acaloradas, ni de dormir en habitaciones separadas.
Salí a caminar, y mientras voy por el pasillo del hotel escucho que se acerca alguien. Parece que son varias personas, los escucho casi llegando a la esquina del pasillo; aún no los puedo ver, pero los escucho; entrecortadas vocecitas como en secreto. Qué cosas son las que quieren mantener en secreto. Era una pareja joven. Mirándose, como intentando retenerse con la mirada; ni cuenta se dan de que me pasaron de lado, de que en realidad no están solos en este pasillo, de que el pasillo se termina y que después tienen que detenerse a pensar «¿hacia dónde ahora?, ¿qué hacemos?»; no se dan cuenta de que este mundo, aparte del pequeño mundo de ellos dos, existe y los mira, los observa. Pero poco les importa eso; cuando se está así muy poco te importa cualquier otro mundo. ¿Y quién es capaz de convencerlos de que hay otras cosas importantes acá afuera? Que hay que comer, que hay que respirar oxígeno puro y no tanto dióxido de carbono; que hay que estar en soledad un poco porque hace bien a la salud mental. Quién les recuerda que han estado abandonando otras relaciones que no se deben abandonar.
Se desprendía del techo una delicada y esparcida luz amarilla. Había un olor suave, y también lento, como la canela: dulce y a la vez pasivo. Hacía que fuera un poco más pesada la respiración cuando se camina con alguien tan de cerca, (pero nada más importa cuando se está en ese estado). Una suave música instrumental, un ambiente perfecto para el romance, para miradas tiernas y susurros al oído.
Sentí un profundo deseo de decirles algo, pero no hallé cómo sacarlo a la superficie; lo profundo digo, así como el abismo de un mar que retiene cosas que están ocultas a los ojos de los hombres; porque son sus cosas, sus experiencias que ni siquiera el mismo entiende. Tratar de sacarlas a la superficie y entenderlas, y mirarlas; responderse preguntas, ciertas preguntas que aún permanecen en ese abismo. Me di cuenta de que había algo en mí que estaba amortiguado; no ausente, no era un vacío, pero sí estaba en condiciones de primeros auxilios: muriendo. Quería advertirles “ahí no termina todo, la cosa se pondrá difícil un poco más allá de este pasillo; si de verdad se aman, trabajen en construir y fortalecer su relación más allá de la etapa deliciosa de un pasillo de hotel; esta etapa es aún ciega y tonta, porque no conoces al otro. Ya pronto empiezas a conocer algunas cosas. Es normal, hay cosas que gustan y cosas que no, así debe ser”. Y para qué todo eso; ellos seguirían de todos modos hasta el final de este pasillo que no dura para siempre, y luego se harían conscientes de tantas cosas y se mirarían como si estuviesen desnudos, conociéndose un poco de verdad, y un poco más cada vez; ya no andarían como dos desconocidos, sino más bien mirándose un poco tal y como son.
Unos pocos segundos después de que salí al pasillo, creo que les tomó menos de un minuto a los chicos cruzar el pasillo y perderse en la otra esquina, escuché la voz de Claudia que dijo mi nombre preguntando «¿estás ahí?» Yo estaba ahí, sí, aún estaba ahí; y quería decírselo. Que estaba aquí deseando volver a caminar junto a ella perdidos por ese pasillo de hotel sin que nos importe el mundo; ella y yo abandonados en el delicioso olor a canela y la suave música que bajaba delicadamente por las paredes. Pero que ahora sería diferente. Porque caminaríamos desnudos, sin abismos oscuros de desconocidos secretos, sino conociéndonos tal y como somos. «Estoy aquí», Claudia, «estoy tan cerca de ti». Pero, ¿cómo decírselo?
Un comentario sobre “El pasillo de hotel”