A la buena o a la mala

Armado iba un boludo al estilo viejo oeste, con su palillito entre los dientes y dos pistolas en la cintura. Andaba escupiendo, como todo un cerdo, en los lugares públicos e incitando a un duelo al que le incomodase su pinche actitud de más macho que ninguno.

La gente lo dejó por loco, pero no todos. Había una mujer, mayorcita, muy querida del pueblo, que ya le tenía por fastidio el dale que dale del tipo ese. Que si lo agarraba durante uno de esos días en que no se soportaba ni a ella misma, lo iba a enganchar en el puño como en los viejos tiempos. Ya que ningún hombre lo confrontaba, estuvo dispuesta a dejarse llevar por ese instinto animal que, entre uñas y dientes, le obligaba de manera apremiante a devolver el orden a su vecindario.

Los hijos de la señora habían salido por cuestiones de negocio. El vaquerito ese llegó pocos días después. A pesar de que sus hijos le pedían que no interviniera en asuntos violentos, sino que esperase a que ellos llegaran y que luego se habrían de tomar las medidas necesarias, ella insistía en que no podía dejar pasar un día más.

Reunió con ella algunas madres, de esas que preservaban vivo el instinto, y les impartió una charla con gritos de guerra y todo eso. «Si los hombres de este pueblo no se ajustan su cinturón y le ponen fin al jueguito de este ignorante, con todo respeto, nosotras nos encargaremos del asunto; y que Dios nos ampare«. Armadas con palos de escoba, y con la convicción de haber sido enviadas por Dios a devolver la justicia y la paz a su pueblo, emprendieron una intensa búsqueda.

Los que miraban desde lejos podían percibir a dos figuras en medio de un asunto que parecía de riña. Apenas comenzaba el saliente a despejar sigiloso la neblina, y por falta de cercanía se dificultaba identificar quién era el otro personaje delante del vaquerito empistolado. Aquel otro, que entre la neblina ocultaba su identidad, le disparó con tal retórica al vaquero, que sin necesidad de un balazo le hizo comprender su necedad.

―Tienes pinta de valentón, pero no eres más que un cobarde. Andas provocando a la gente de este pueblo porque sabes que los hijos de la señora no están.

―¿Y tú, quien eres? ―inquirió el vaquerito, levantando el pecho y retorciendo los labios.

―Soy el hombre que ya deberías haber llegado a ser. Soy el tú que has mantenido oculto entre las sombras. ¡Pero cállate! ¡Y estate quieto! Porque si no me escuchas, vas a venir a entender las cosas bajo una inevitable lluvia de palos que te espera bajando la loma.

La causa de su muerte

«Si he de ser entregado a la muerte, a esa vieja solitaria que no se sacia; ese inmortal parásito que se alimenta de los vivos hasta consumirlos; lo haré llevando conmigo el peso de un verdadero hombre, y no la liviandad de un simple mortal.

Hoy soy condenado injustamente y me llevan a la horca, no por otra razón que por negarme a hacer a un lado mis principios. Hoy moriré; como un hombre inocente descenderé al Seol. Tal vez por esa causa sea devuelta mi alma del lugar de los muertos. Pero ustedes, seré yo quien los visite, no les será necesario ir a mi tumba, ni mantener adornado con flores mi epitafio. Si hoy he de descender con mis antepasados al Seol, volveré por ustedes tarde o temprano».

Esas palabras hicieron eco en los oídos de Calan, el responsable por la muerte de los que permanecieron fieles a su voto: aquella manada pequeña de hombres inocentes que se habían visto obligados a dejar a sus familias a su propia suerte.

Calan estaba recostado en su cama sin poder conciliar el sueño; temiendo lo peor. «No es posible tal cosa», se decía a sí mismo mientras intentaba detener el insoportable temblor que le había comenzado a estremecer todos los huesos de manera espantosa. «El que ha muerto no puede jamás regresar, Dios no ha dado tal potestad a los hombres. ¿Cómo se atrevió a decir que regresaría de los muertos?». Calan se puso de pie y comenzó a caminar de lado a lado mientras se fumaba un cigarrillo tras otro: «¿Y si es verdad que si alguien es muerto siendo inocente le es permitido visitar al responsable de su muerte?».

A esa hora de la noche mandó a llamar a las familias de los fieles muertos y les dio tierras, riquezas y les suplió de lo necesario para que nada les hiciera falta, y así sentir aliviada su culpa, y también para tener argumento que presentar al muerto cuando cumpliera con la promesa de su visita.

Pero tanto fue el terror que le invadió día y noche, y tan agravada la amargura de su culpa que habiendo perdido el sueño por varias semanas, le afectó terriblemente en la pérdida de peso; luego le invadió la demencia y, finalmente, la muerte. Estando ya en el lugar de los muertos, viéndose desnudo y sin poseer nada de lo que decía ser suyo; ni siquiera la virtud de haber sido un hombre fiel; le preguntaron los allí presentes por la causa de su muerte, a lo que él respondió: «Me mató un muerto que yo mismo puse en la horca; la horrible espera de su visita me atormentó y acortó mis días en la tierra».

Participación para: Los 52 Golpes

Recuerdos del olivar

A la altura del cielo raso se ocultaba la defensa; se aseguró de que estuviese cargada y, como si supiera a quién, se dispuso a salir de cacería. Sordo de ira, no detuvo su propósito a pesar de los desaforados gritos de su mujer. Fue por aquello de las flores entregadas en la puerta; lo que también revivió el añejo recuerdo a su mujer de aquella preciada práctica que Eliá Bolívar desde hace mucho había abandonado.

—¿¡Quién te ha enviado esas flores!? —fueron sus únicas palabras, murmuradas con disgusto, desde que llegó hasta después de salir por la puerta trasera de aquella cabaña ya gastada por los muchos años de atestiguar la decadencia de su matrimonio.

Una pistola sin nombre bajo el brazo, la frente arrugada por el peso de las maquinaciones y por una vida descuidada. Con cada paso se le presentaba un recuerdo tras otro que le hacía ignorar por completo el mal tiempo: las gotas de lluvia golpeaban con fuerza su endurecido rostro y los relámpagos le iban mostrando un atisbo intermitente del camino.

Mientras continuaba su trayecto, respirando amenazas y muerte contra un tal fulano que por varias ocasiones había sido sorprendido rondando de manera sospechosa los alrededores de su territorio y hostigando a las mujeres de por allí, insinuando hallar ocasión con alguna de ellas, se preguntaba al mismo tiempo si ese ardor en el pecho, avivado cada vez más por el intenso ritmo en su respiración, era producido por amor, o era pura expresión del ego: esa profunda necesidad por respeto que abruma el alma del hombre.

¿Hacía cuánto no apartaba un tiempo para dialogar con su mujer, para escucharla, para sentirla? ¿Desde cuándo no recolectaba algunas flores, pequeño detalle capaz de traer alegría al corazón de su amada? A pesar de esa tormenta de preguntas y sentimientos encontrados, no hizo ni el más mínimo intento de detenerse en el camino hasta consumar lo antes pensado.

¡Bendito aquel pedazo de tronco que frenó de golpe su locura y lo mantuvo inconsciente por varias horas! Suficiente tiempo para revivir en sueños sus días más felices junto a su amada en aquel olivar, hace más o menos unos 30 años. Le pareció viajar de regreso a la época en que ambos eran muy jóvenes y apenas se enteraban de su común afición en asuntos de cultivos y de flores; de letras y de música.

No vivía tan lejos el uno del otro, aun así, no hubo ocasión de encuentro sino hasta el momento de aquel evento de oleoturismo al que fueron invitados. Durante los primeros años de estar juntos se recordaban siempre, entre risas, sus primeras miradas, y de cómo luego adoptaron el buen uso del aceite de oliva: a ella le fascinaba verter de ese oro líquido sobre cada posible plato de comida.

Aunque volvieron al olivar en varias ocasiones, la vez de su primer encuentro marcó sus vidas y dio inicio a su relación. Ella estaba hermosamente sentada, adornada por un quieto mar de orgullosos olivos. Sus manos y su mirada estaban ocupadas con un libro que, a la distancia, la cual cada vez más se acortaba, Eliá Bolívar intentaba identificar. Él la había admirado mientras caminaba por el hotel, pero no se imaginaba encontrarla en el olivar; y aunque se sintió como depredador y presa, se tomó el atrevimiento de acecharla esta vez. Estando ya bastante cerca, y como mirando a lo lejos, comenzó a citar con ligera pasión como recitando una poesía:

—Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano…—, y como a ella le encantaba ese capítulo, y lo había releído y remarcado, no hizo reparo en continuar la cita interrumpiéndolo:

— …como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar.

Ese día intercambiaron algunas palabras y miradas entre balbuceos y mejillas rosadas, acompañados de una indudable muestra de interés. Él no cesaba de citar versos inspirados por la presencia de esa flor de juventud que había estremecido sus entrañas como ninguna otra. No era chica coqueta, pero no pudo resistirse ante él y estalló de simpática. Se mordía los labios de vez en cuando para contener un poco la emoción al escucharle recitar esos encantadores versos, que después se enteraría ella que muchos de aquellos versos eran de su autoría.

En el segundo día de su estadía en el hotel Parador de Jaén, en el Castillo de Santa Catalina, ambos se anduvieron buscando con un desespero disimulado, siendo difícil saber esta vez cuál de ellos era la presa. Su encuentro fue tan repentino que temblaron del susto; como quien anda buscando que algo suceda, pero de todas maneras le toma por sorpresa. ¿Acaso él se mostró muy apresurado? En sus manos sudorosas llevaba un sencillo ramo de flores. ¿Cómo iba a dejar pasar esa oportunidad encerrada, a su parecer en un inquietante límite de tiempo? ¿Habría la posibilidad de que se encontraran en otro lugar después de esos días en el olivar?

Él pensó tantas cosas y se hizo tantas preguntas, hasta que se hartó y tomó la decisión de invalidar el uso de la razón y darle rienda suelta al corazón; lanzarse a la deriva sin temor al extravío. El amor, a fin de cuentas (decía él), ha tocado a mi puerta; voy a abrirle de par en par.

Ella llevaría en su recuerdo el extraño palpitar que le provocaron esas primeras flores; y ese aroma que quedó grabado en su ser como un vivo recuerdo. Los reviviría luego al repetirse tal acción amorosa; tan llena de significado para una encantadora y sencilla mujer como ella.

Apenas comenzaba el final del envero (principios del otoño) y aprovecharon la oportunidad de ir junto al grupo de obreros a recolectar algunas aceitunas. ¡Cómo olvidar esos días en Jaén! Bien conocido como un lugar en el que la tierra es un tapiz de olivos y el tiempo parece detenerse; un olivar de crestas plateadas, de fruto generoso; símbolo de paz y de concordia.

Y no sólo el lugar fue para él una experiencia inolvidable, sino también la dulce compañía que, ahora, lo tomaba del brazo como queriendo permanecer tan cerca de él; como queriendo quererle tanto, pero cuidándose un poco de no ir muy deprisa. Desde sus primeros momentos juntos fue como ese profundo sentir de: “Siento que te conozco de toda la vida”. Fueron descubriendo muchas cosas en común y con el tiempo muchas diferencias. Se refugiaron cada uno en los encantos del otro, pasando por alto, con muy poco esfuerzo en sus principios, las cosas negativas. Le pareció tan favorable el momento justo en que los obreros sacudían el olivar, pues ella, tal vez por pura reacción, se refugiaba entre sus brazos, mostrando sentirse protegida.

El recuerdo de la experiencia en la almazara, mirando de cerca cómo son prensadas y procesadas las aceitunas, le venía de vez en cuando. La mayor parte del tiempo revivía esos recuerdos durante los días en que las dificultades en su relación matrimonial comenzaron a remover poco a poco el velo creado por sus falsas e insalubres expectativas acerca del matrimonio.

—Lo que he podido entender —diría luego— es que amar de verdad, es amar con lo que queda de ti después de que el molino de la vida te exprime una y otra vez como a una aceituna; y, por cierto, tu respuesta en medio del proceso es determinante para el resultado.

Fue ocasión de muchas reflexiones la experiencia en el trujal. Después se fue dando cuenta de que había reaccionado de manera negativa delante de muchas dificultades de la vida, no confrontó muchas de las situaciones que afectaban, directa o indirectamente, su matrimonio.

Y esto había causado que se acumulara todo tipo de escombros, los cuales fueron deteniendo el fluir de genuinos actos de amor en la relación con su esposa. Su corazón se endureció de tal modo que quedó visible muy poco de quién era él hace un tiempo atrás.

Pero Dios, que bien conocía su necesidad, pues aquel árbol que prestó su tronco le proporcionó descanso casi obligatorio. Y luego aquellos recuerdos funcionaron como prensa de aceitunas y terminaron de quebrantar ese corazón endurecido, hasta hacer brotar aceite de lo profundo de su ser.

Eliá Bolívar abrió sus ojos, y tan pronto se hizo consciente, observó con la ternura de antes a su mujer; sentada a la derecha de la cama de hospital.

Ella lo miró, y con sus ojos algo humedecidos, le dijo:

—Mi amor, ¿recuerdas cuando nos conocimos?… Las flores que viste en casa son flores del olivar. Junto a ellas estaba esta invitación; las enviaron para ti. ¿Te gustaría revivir algunos bellos recuerdos de nuestras primeras expresiones de amor?

La causa de una tierra en ruinas

Mientras iba de camino a ejercer mi ocupación, de madrugada como de costumbre, vi, cruzando la calle por delante de mí, a una revoltosa manada de ciervos. Algunos paraban de golpe chocando contra los carros, otros seguían cruzando entre las rejas y arrasando con todo a su paso. Veía algunas casas ser destrozadas por esa desaforada manada. Cuando por fin hubo cesado tal disturbio, se produjo un hondo y oscuro silencio. Sigue leyendo «La causa de una tierra en ruinas»

el lápiz

Utensilio para escribir, dibujar o pintar que consiste en una barra delgada y larga generalmente de madera, con una mina cilíndrica fina de grafito u otra sustancia mineral en el interior que sobresale por uno de los extremos de esta barra cuando está afilado.

La primera cosa que me resulta justa es que se puede usar con toda soltura y osadía al escribir o dibujar, pues dispones de un borrador al otro extremo (al alcance de un simple juego de dedos). Sigue leyendo «el lápiz»