Por las mañanas me levanto y, con una taza de café, me siento delante de la computadora a tratar de continuar con algún escrito. Si resulta que esa mañana no quiero continuar con nada previo, comienzo a escribir lo que se me ocurra, lo que me cruce por la mente en ese momento; y si eso no me funciona, le doy rienda suelta a la práctica de conectar algunas palabras que tengan algo de sentido: todo con el simple propósito de trabajar el hábito de la escritura. (esta es una entrada de mi diario: o sea, contiene algo de divagación).
No podemos perder el ritmo, necesitamos seguir escribiendo. El hábito de la escritura se crea, así como cualquier otro hábito, con la repetición. Leer y escribir pareciera ser algo así como: soñar o morir (bah, no me hagas caso). Para escribir hay que soñar un poco, ya sea dormido o despierto; soñar no cuesta nada, se suele decir, hay que tomar nota de eso. Deberíamos partir de la realidad para tener algún suelo que nos permita construir uno de esos famosos castillos, o viceversa: el castillo primero, si se quiere, pero no olvidemos tocar tierra alguna que otra vez (algunos le llaman verosimilitud).
Un libro más nunca está de sobra, un cuento o novela más no puede estar de más. Escribir es una cosa rara de esas que se desarrolla mirando a otros, leyendo a otros, traspasando con un lápiz sus libros: y preguntando, ¿cómo es que llegaron a 800 páginas sin morirse, o perderse en el camino, y por supuesto, sin aburrir de muerte a un lector simple, como este servidor? Ok. Se comienza, y se continúa, leyendo un poco cada día para darte la idea de que existe tal cosa como colocar palabra tras palabra hasta darle forma a algo que se parezca a una oración, una expresión verbal que no carezca de sentido para el lector, ya sea primitivo o contemporáneo. Lo demás se consigue escribiendo. Hay historias que no se han contado todavía. ¿Qué podemos hacer delante de todo esto? Escribir, esa es la respuesta.
Saludos.