El Sr. Fastidio

Ninguno de los que allí estuvo podrá olvidar la horripilante manera en que el Sr. Fastidio acabó sus días en la tierra. Los más cercanos a él habían hecho un pacto entre ellos con el propósito de soportarlo a pesar de su constante quejadera, su actitud siempre pesimista y su increíble capacidad de andar señalando las faltas de los demás. 

Había algo raro en el Sr. Fastidio que la gente del pueblo comenzó a notar: la cabeza se le acrecentaba como un globo en inflación, y las extremidades provocaban asco o terror por un anormal crecimiento. A pesar de que se quejaba de dolores de cabeza y de palpitaciones como martillazos en el pecho, se negaba a recibir atención médica, por lo costosa que le resultaba.

Estar cerca de él era una agotadora, y hasta espeluznante, experiencia. La gente del pueblo lo veía caminando por la acera, y cruzaban la calle o se metían por los callejones con tal de no escuchar su cantaleta pesimista. Escucharlo era doloroso: después de varios minutos te sentías cansado, hasta angustiado. Los efectos de exponerte a su balbuceo egoísta te duraban hasta la hora de dormir, y resultaban en un insomnio de varias noches o, lo mínimo, en terribles pesadillas.

Durante una de las fiestas anuales en que el pueblo conmemora sus comienzos, el Sr. Fastidio tomó la palabra. Con un piquete de arrogancia comenzó a hablar de sus grandes aportaciones a través de los años, de lo poco que algunos habían añadido al enriquecimiento del pueblo y de la deficiencia de los gobernantes en cumplir su tarea. “… y no esperen que las cosas mejoren, porque no lo harán. ”, concluyó, tosiendo saliva y sangre. 

Desde el más pequeño hasta el anciano, boquiabiertos, le prestaron atención. Pero no por lo que decía, sino por como se veía. Parecía una olla de presión hirviendo: su cabeza se había inflado tanto que hasta humo salía por sus oídos. Sus ojos brotados. Sus extremidades lucían espantosas ya de tanto hincharse por la rapidez y la fuerza con que su corazón se estremecía; como si su propio cuerpo se hubiera hastiado de cargar con él. ¿Qué pasó después?  Eso lo testifican mejor aquellos que no pudieron esquivar los pedazos del pobre Sr. Fastidio.

Tres relatos

-Los asuntos de los relatos se dan mientras escribo-

Hoy es 24 de agosto, son las 7:00 am (hoy no trabajo afuera), y sigo con la escritura a mi diario.

Llevo varias semanas siguiéndole el hilo a tres relatos (que voy escribiendo) a la misma vez. Son de esos relatos que sabes de repente que tienen un desarrollo un poco más largo, que no son simplemente un microrrelato. Muy por dentro hay un parecido entre ellos, aunque tratan temas diferentes. Los temas se me dan mientras escribo. Cuando escribo partiendo con un tema fijado en mente es por requisito de algún concurso literario.

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A la buena o a la mala

Armado iba un boludo al estilo viejo oeste, con su palillito entre los dientes y dos pistolas en la cintura. Andaba escupiendo, como todo un cerdo, en los lugares públicos e incitando a un duelo al que le incomodase su pinche actitud de más macho que ninguno.

La gente lo dejó por loco, pero no todos. Había una mujer, mayorcita, muy querida del pueblo, que ya le tenía por fastidio el dale que dale del tipo ese. Que si lo agarraba durante uno de esos días en que no se soportaba ni a ella misma, lo iba a enganchar en el puño como en los viejos tiempos. Ya que ningún hombre lo confrontaba, estuvo dispuesta a dejarse llevar por ese instinto animal que, entre uñas y dientes, le obligaba de manera apremiante a devolver el orden a su vecindario.

Los hijos de la señora habían salido por cuestiones de negocio. El vaquerito ese llegó pocos días después. A pesar de que sus hijos le pedían que no interviniera en asuntos violentos, sino que esperase a que ellos llegaran y que luego se habrían de tomar las medidas necesarias, ella insistía en que no podía dejar pasar un día más.

Reunió con ella algunas madres, de esas que preservaban vivo el instinto, y les impartió una charla con gritos de guerra y todo eso. «Si los hombres de este pueblo no se ajustan su cinturón y le ponen fin al jueguito de este ignorante, con todo respeto, nosotras nos encargaremos del asunto; y que Dios nos ampare«. Armadas con palos de escoba, y con la convicción de haber sido enviadas por Dios a devolver la justicia y la paz a su pueblo, emprendieron una intensa búsqueda.

Los que miraban desde lejos podían percibir a dos figuras en medio de un asunto que parecía de riña. Apenas comenzaba el saliente a despejar sigiloso la neblina, y por falta de cercanía se dificultaba identificar quién era el otro personaje delante del vaquerito empistolado. Aquel otro, que entre la neblina ocultaba su identidad, le disparó con tal retórica al vaquero, que sin necesidad de un balazo le hizo comprender su necedad.

―Tienes pinta de valentón, pero no eres más que un cobarde. Andas provocando a la gente de este pueblo porque sabes que los hijos de la señora no están.

―¿Y tú, quien eres? ―inquirió el vaquerito, levantando el pecho y retorciendo los labios.

―Soy el hombre que ya deberías haber llegado a ser. Soy el tú que has mantenido oculto entre las sombras. ¡Pero cállate! ¡Y estate quieto! Porque si no me escuchas, vas a venir a entender las cosas bajo una inevitable lluvia de palos que te espera bajando la loma.